“No saber de finanzas no te protege del riesgo, solo te impide verlo venir.”

Introducción

En los últimos años, hemos asistido a una auténtica democratización del acceso a los mercados financieros. Cualquier persona, desde su móvil, puede comprar acciones, criptomonedas o fondos de inversión en cuestión de minutos. Nunca había sido tan fácil invertir, sin embargo, esa aparente facilidad esconde un riesgo silencioso: invertimos sin entender.

Y lo más preocupante es que el problema empieza antes de invertir: muchos ciudadanos no cuentan con una mínima planificación financiera. Gastan e invierten sin definir objetivos, sin una visión de conjunto, sin saber cuánto pueden arriesgar o cuánto necesitan para cumplir sus metas. Sin un plan, la inversión se convierte en un acto impulsivo más que en una estrategia patrimonial.

Como profesional de los mercados, me resulta desalentador comprobar que buena parte de la población sigue tomando decisiones financieras —a veces muy relevantes— desde la intuición o la costumbre, y no desde el conocimiento o la planificación.

La paradoja de la inversión moderna

Vivimos en una era de sobreinformación. Los mercados son comentados en televisión, redes sociales y podcasts por influencers que muchas veces no tienen la formación financiera adecuada (recuerdo a una tertuliana afirmar que se debería imprimir más dinero para que se acabase el problema de la población); se habla de inflación, de la Fed o de tipos de interés como si fueran temas cotidianos. Y, sin embargo, la educación financiera media no ha mejorado en la misma proporción.

La facilidad tecnológica ha hecho que muchos empiecen la casa por el tejado: invierten antes de planificar. No hay un presupuesto doméstico, no se establecen objetivos financieros a corto, medio y largo plazo, ni se distingue entre ahorro, inversión y gasto. De ese modo, incluso una buena inversión puede ser una mala decisión si no encaja en el plan financiero personal.

Invertir sin conocimientos es como conducir sin saber leer las señales. Puede que llegues a tu destino, pero también puedes acabar fuera de la carretera sin entender por qué.

El estudio de Lusardi y el reflejo en España: una fotografía preocupante

La prueba de Lusardi y Mitchell plantea tres preguntas simples:

  1. Si tienes 100 euros y el interés anual es del 2 %, ¿cuánto tendrás en cinco años?
  2. Si la inflación supera al interés que te paga tu cuenta bancaria, ¿pierdes o ganas poder adquisitivo?
  3. ¿Es más seguro invertir en una sola acción o en un fondo diversificado?

Tres preguntas elementales, y sin embargo, menos de la mitad de los ciudadanos en los países que participan en estos estudios acierta las tres.

En España, aunque no se participó directamente en el estudio original de Lusardi, el Banco de España y la CNMV desarrollaron la Encuesta de Competencias Financieras (ECF), que adapta este cuestionario al contexto nacional. La ECF forma parte de un proyecto internacional coordinado por la OCDE a través de la Red Internacional de Educación Financiera (INFE), cuyo objetivo es comparar de forma homogénea los niveles de conocimiento financiero entre países.

Los resultados de la ECF (2021) confirman la misma conclusión que el test de Lusardi: el nivel medio de conocimiento financiero en España es bajo. La mayoría de los encuestados responde correctamente a las preguntas más sencillas, pero falla en conceptos básicos como la inflación o la diversificación del riesgo.

Además, el estudio revela un elemento preocupante: la vulnerabilidad económica de los hogares. Según la ECF (Banco de España, 2021), un 6 % de la población podría mantener su nivel de consumo menos de una semana sin endeudarse o cambiar de vivienda si perdiera su principal fuente de ingresos.

El porcentaje se eleva entre los mayores de 45 años (7 %), los desempleados (12 %), los hogares sin otros adultos (10 %) o los que no poseen la vivienda donde residen (11 %). Estos datos reflejan que la falta de educación financiera no solo afecta a las decisiones de inversión, sino también a la capacidad de resistencia económica ante imprevistos.

A esta fotografía se suma un estudio más reciente de Cetelem, (2025)  que confirma el déficit educativo en materia financiera. Según el Observatorio Cetelem (ver estudio completo aquí),:

·      el 63 % de los españoles reconoce tener conocimientos financieros básicos o deficientes.

·      El 34 % admite haber recibido una formación deficiente en gestión económica doméstica, y

·      el 60 % entre los mayores de 65 años.

·      Solo el 11 % de los ciudadanos declara haber recibido formación avanzada en finanzas personales, siendo los jóvenes de 18 a 24 años los mejor preparados (15 %).

·      Aunque se observa un leve avance respecto a 2024 —una mejora de 3,7 puntos—, la mayoría de la población sigue limitándose a las gestiones más elementales de su cuenta corriente.

En conjunto, tanto la ECF como el informe de Cetelem dibujan la misma conclusión: la educación financiera en España sigue siendo insuficiente, desigual y frágil. Y lo que es peor, esa fragilidad se traduce no solo en malas decisiones de inversión, sino en una escasa capacidad para afrontar emergencias económicas. No se trata solo de no saber calcular un interés compuesto. La falta de criterio financiero se extiende a cómo interpretamos la política económica.

Pregunta sencilla: ¿qué preferirías, por ejemplo, para la compra de una vivienda, que te bajaran los impuestos o que te dieran una subvención?

La mayoría respondería desde la emoción, no desde el análisis. A muchos les cuesta ver que ambas opciones afectan al mismo balance público, pero de forma muy diferente para la economía familiar y la sostenibilidad fiscal. Sin embargo, detrás de esa elección hay todo un principio básico de educación financiera: comprender la diferencia entre ingreso coyuntural y estructura fiscal, es decir entre un beneficio inmediato (pan para hoy, hambre para mañana) y una mejora sostenida.

Es lo que falta en nuestra sociedad: la capacidad de entender cómo las decisiones económicas (públicas y privadas) impactan realmente en nuestro bolsillo. La educación financiera tiene que ir más allá, no es solo una cuestión de aprender a ahorrar o invertir, sino también comprender cómo las decisiones macroeconómicas se traducen en bienestar individual.

Las pérdidas invisibles

Cuando hablamos de rentabilidad, pensamos en cifras: el rendimiento del fondo, el interés de un depósito, la plusvalía de una acción. Pero las pérdidas más grandes no siempre aparecen en la cuenta de resultados. Son silenciosas, acumulativas y, en gran parte, evitables.

Podemos hablar de cinco pérdidas invisibles que derivan de la falta de educación y planificación financiera:

  1. Coste de oportunidad. No saber cómo funciona el interés compuesto o cómo aprovechar el tiempo a favor del capital lleva a desaprovechar los años más valiosos para invertir. Quien empieza a ahorrar tarde pierde una parte del crecimiento que nunca se recupera.
  2. Errores de timing. Esto lo vemos muy a menudo por los comentarios en las redes, la falta de conocimiento hace que muchos compren cuando los precios están altos y vendan cuando caen. La emoción sustituye a la estrategia.
  3. Comisiones y costes ocultos. Desconocer cómo se estructura un producto financiero o qué implica la gestión activa frente a la pasiva puede erosionar la rentabilidad de forma silenciosa. Todo el mundo quiere un ETF, y ahora sobre el oro, ¿cuánta gente conoce exactamente cómo se estructura un ETF de materias primas?
  4. Ausencia de diversificación. La concentración en un solo activo o mercado —sin entender la correlación o el riesgo sistemático— expone al inversor a pérdidas que podrían haberse mitigado fácilmente. Alguien ha pensado en algo parecido a la cartera permanente.
  5. Falta de planificación. Muchas decisiones aparentemente racionales resultan ineficaces porque carecen de contexto. Comprar una vivienda demasiado pronto es un buen ejemplo. He conocido a personas con estudios universitarios que han adquirido una casa con la idea de reformarla, sin haber calculado bien el coste total de la operación. Cuando descubren que la reforma supone un gasto desorbitado además del precio de compra, se ven obligadas a ponerla de nuevo en venta, con el único objetivo de no perder demasiado dinero. Este tipo de situaciones demuestra que la formación académica no garantiza una buena educación financiera.

Invertir sin un fondo de emergencia o endeudarse para consumir son síntomas de la misma raíz: la ausencia de planificación. Sin una hoja de ruta financiera, las decisiones se toman desde la urgencia, no desde la estrategia. La planificación no elimina el riesgo, pero sí reduce los errores que más cuestan: los que nacen de la improvisación.

En paralelo, los datos recientes confirman una tendencia preocupante: el uso creciente del crédito para financiar el consumo. Según Europa Press (abril de 2025), un 34,8 % de los españoles planea solicitar un préstamo al consumo, el nivel más alto en cinco años, de acuerdo con el VII Barómetro de Préstamos al Consumo de Asufin.

Además, según datos del Banco de España recogidos por Investing.com e Infobae, el volumen total de préstamos al consumo ha aumentado más de un 8 % interanual. Este incremento del endeudamiento destinado a gasto corriente o adquisiciones no esenciales revela una preocupante carencia de planificación financiera: se recurre al crédito como sustituto del ahorro, hipotecando la estabilidad futura por mantener el nivel de consumo presente

La educación financiera como activo nacional

La educación financiera debería ser tratada como una infraestructura social, al mismo nivel que la sanidad o la educación básica. Comprender cómo funciona el dinero no solo mejora la gestión individual, sino que fortalece la estabilidad de todo el sistema económico. Los ciudadanos con conocimientos financieros toman decisiones más prudentes, se endeudan menos, planifican mejor y confían más en el sistema financiero.

Por el contrario, mantener a la población en la ignorancia beneficia a corto plazo a quien obtiene rentabilidad del desconocimiento ajeno, pero a largo plazo genera un país más desigual y vulnerable. Es paradójico que en pleno siglo XXI siga existiendo una resistencia política a enseñar lo más básico sobre el dinero.

En 2018, hubo una polémica con un libro titulado “Mi primer libro de economía, ahorro e inversión (Educación Financiera Básica)” de María Jesús Soto. Lorena González Guerrero, de Podemos en Castilla y León, calificó el contenido como “escandaloso” o “escalofriante”, al considerar que enseña a los niños conceptos como ahorrar, invertir, trabajar siendo niños.

Hoy, más de 30 países de la OCDE o economías avanzadas integran la educación financiera en la escuela de forma obligatoria o transversal. En la mayoría, se enseña desde edades tempranas conceptos como el ahorro, la planificación, el valor del dinero o la gestión del riesgo.

España, pese a contar con iniciativas públicas y privadas con contenidos parciales, aún no ha logrado una integración sistemática en el currículo, lo que se traduce en un déficit de competencias que luego se refleja en la vida adulta y en las decisiones de inversión. Y el aumento de los resultados en las encuestas de capacidad financiera no cambian de un día para otro, es un proceso lento.

Cómo empezar a cerrar la brecha

Tened en mente que antes de invertir, hay que planificar. Un plan financiero básico debería responder a tres preguntas sencillas:

  • ¿Qué quiero conseguir con mi dinero? (objetivos)
  • ¿Cuánto puedo destinar a invertir sin comprometer mi seguridad? (capacidad)
  • ¿En qué horizonte temporal necesito esos recursos? (plazo)

A partir de ahí, todo lo demás —diversificación, productos, fiscalidad— cobra sentido. Pero sin esas respuestas previas, cualquier inversión es una jugada a ciegas.

Hay una buena noticia y esta es que mejorar es posible. El acceso a la información es hoy más fácil que nunca, y existen iniciativas públicas y privadas que promueven la formación financiera de base. Pero la responsabilidad última sigue siendo individual: entender el dinero debería ser tan básico como saber leer o escribir.

Invertir sin entender es peligroso, pero hacerlo sin planificar es aún peor. La educación financiera es el mapa; la planificación, la ruta. Y sin ambas, cualquier destino depende del azar.

Mientras el conocimiento siga siendo un privilegio y no una norma, seguiremos perdiendo silenciosamente una parte de nuestro patrimonio: la que entregamos al desconocimiento.

Samuel Abraldes